Christian SanzPortada

Acerca de la vida (y la muerte) de Jorge Boimvaser, el periodista que soñaba con trabajar y vivir en Mendoza

Un cronista de la vida, siempre polémico, pero no menos talentoso. En primera persona.

Jorge Boimvaser era tan brillante como controvertido. Un periodista raro, inquieto, diferente a todos los demás.

Lo conocí en 2003, hace más de 20 años. Cuando vino a verme al lugar que oficiaba como redacción del portal Tribuna de Periodistas, el otro medio que dirijo desde hace dos décadas y un poco más.

Hola pendejo, me encanta lo que hacen y quiero ser parte del equipo”, me dijo. Y casi que no me dejó responder: a los 5 minutos estaba sentado en una de las computadoras escribiendo una nota periodística.

“Ponele el título que quieras, ponele la foto que se te cante, pero no me cambiés nada de la redacción”, me dijo.

Era un artículo sobre Antonio Stiuso, de quien en esos días nadie se animaba a decir nada de nada. Básicamente porque era el tipo más poderoso —y peligroso— de la Argentina, a través de su cargo en la entonces Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE).

Esa nota nos trajo muchos problemas, de todo tenor, legales y de los otros. Pero también fue un récord de lecturas.

Luego llegó otra nota explosiva, esta vez sobre Gustavo Béliz. Y luego otra, sobre AMIA. Y así sucesivamente. Fue un éxito tras otro. Porque siempre Boimvaser aportaba primicias. De toda índole.

De hecho, fue el primero en decir que Leonardo Fariña era el valijero de Lázaro Báez, cuando aún nadie sabía nada sobre el ignoto contador. Meses antes de que lo “revelara” Jorge Lanata.

Juntarse a tomar algo con Boimvaser era un verdadero placer. Porque siempre regalaba anécdotas de diversa índole. Tramas en las que él mismo había estado involucrado.

Como cuando me contó que se había infiltrado en la agrupación guerrillera Sendero Luminoso, en Perú, en los años 80. Allí fue descubierto en algún momento y casi fue linchado.

Su pasión por el periodismo solo era superada por su fanatismo por los Redonditos de Ricota. Delirio que dejó retratado en el genial libro “A brillar mi amor”.

Muy bien escrito, con una prosa atrapante, como cada una de sus obras. Al menos las que pude leer. Una de las primeras investigaciones que llegó a mis manos fue su libro sobre “Las manos de Perón”, con detalles escabrosos de la política detrás de la disección de los miembros del expresidente argentino. “Está escrito como si fuera ficción, pero es todo cierto”, me dijo.

Luego me tocó leer otra de sus imperdibles investigaciones: “Los sospechosos de siempre”. Con datos desconocidos del mundo del espionaje, al cual él mismo aparecía muy vinculado, de manera lacónica e inquietante.

Era un límite que nos separaba de manera tajante. Porque yo venía denunciando a los colegas que cobraban de la SIDE. Y Boimvaser los defendía. Como si estuviera bien recibir dinero bajo mesa por parte del organismo más cuestionado del país.

Los años fueron pasando y nos fuimos alejando uno del otro, sobre todo porque ambos nos escapamos de Buenos Aires, a diferentes lugares del país. Yo terminé en Mendoza y él en la provincia de Córdoba.

Así y todo, el contacto siempre siguió, a través del siempre presente Whatsapp. Yo escribía largos testimonios, contándole mis novedades. Y él me acribillaba a audios interminables.

Lo último que me dijo, en 2018, fue que quería recalar en Mendoza. Me pidió que le hiciera “la gamba” para trabajar en algún medio de la provincia.

Le respondí que con gusto lo haría, que viniera cuando quisiera. Y ya no volvió a responder. Lo próximo que supe es que había fallecido. Y quedé claramente pasmado.

Porque Boimvaser parecía inmortal, un tipo preparado para todas las batallas. ¿Cómo había podido morir aquel que zafó de una golpiza de Sendero Luminoso? ¿Cómo es que la muerte encontró desarmado a quien se animó a denunciar con total impunidad que el Coti Nosiglia se había robado las manos de Perón?

No tengo ninguna respuesta ahora mismo. Y hace mucho que no la tengo. Porque Boimvaser no murió ahora, sino que lo hizo a mediados de 2019.

Y desde entonces me encuentro paralizado, sin saber qué decir. Como si hubiera algo que pudiera decirse finalmente.

Ojalá tuviera alguna frase brillante, como las que el propio Boimvaser sabía decir. Pero no. No se me ocurre nada.

Acaso pueda despedirlo con una frase de su admirado Charles Bukowski, que bien cabe en este momento: “No puedes vencer a la muerte, pero puedes vencer a la muerte en la vida… a veces”.

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