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La creencia sobre la muerte de Lady Di que atormentó al príncipe Harry durante años

En su autobiografía “Spare”, el menor de los hijos de Lady Di y Carlos III describe el tiempo que pasó sin creer que su madre hubiera muerto aquella fatídica noche de agosto de 1997. Las pruebas que no creyó y un túnel que lo terminó de convencer.

Cada vez que el príncipe Harry escuchaba la palabra “cadáver” se le revolvían las entrañas. Así se habían referido a su madre Lady Di cuando perdió la vida en el fatídico accidente en París la noche del 31 de agosto de 1997 y debían repatriar sus restos para ser velados en el Reino Unido. “Cadáver”. Una y otra vez. En esa búsqueda fueron su padre, el actual rey Carlos III y las hermanas de Diana Spencer, Sarah y Jane.

Pero cada vez que esa palabra maldita repercutía en sus sentidos no la creía. “La gente no paraba de usar esa palabra. Era un puñetazo en la boca del estómago y una asquerosa mentira, porque mi madre no estaba muerta”, recuerda Harry en “Spare, en la sombra” su reciente autobiografía.

Esa había sido mi repentina revelación. Sin nada que hacer salvo deambular por el castillo y hablar solo, me asaltó una sospecha que no tardó en convertirse en firme creencia. Aquello era todo un truco. Y, por una vez, el truco no era responsabilidad de las personas que me rodeaban o de la prensa, sino de mi madre. «Ha sido muy infeliz, la han acosado, la han hostigado, le han mentido y han mentido sobre ella. Así que ha fingido este accidente como una maniobra de distracción para escapar». Ese descubrimiento me cortó la respiración, me hizo boquear de alivio”, señala el príncipe que luego de casarse con Meghan Markle decidió rehacer su vida en California, Estados Unidos.

Sus pensamientos continuaron engañándolo y haciendo aún más grande esa mentira interna que le ayudaba a escapar de la realidad. “Pronto, muy pronto, mandará a alguien a por Willy y por mí. ¡Está clarísimo! ¿Por qué no lo he visto antes? ¡Mamá no ha muerto! ¡Está escondida!”, se decía a sí los restos del niño que aún se negaba a abandonar a Harry en ese trance del que no podía escapar.

Fueron horas en las cuales todo era confusión. También en las que se intentaba contener a los hermanos que habían perdido a su madre de forma trágica. Hasta les prohibieron ver la televisión para evitar multiplicar su dolor con las imágenes de la tragedia, de un automóvil despedazado y un “cadáver” que retornaba en un féretro frío e impersonalizado a su tierra natal. “Los días siguientes transcurrieron en un vacío en el que nadie decía nada. Permanecimos todos encerrados dentro del castillo”, rememora en el primer capítulo de Spare.

FOTO DE ARCHIVO: la Princesa Diana de Gran Bretaña y su hijo el Príncipe Harry durante una Ceremonia de Jefes de Estado en Hyde Park, en Londres, el 7 de mayo de 1995 (Reuters)FOTO DE ARCHIVO: la Princesa Diana de Gran Bretaña y su hijo el Príncipe Harry durante una Ceremonia de Jefes de Estado en Hyde Park, en Londres, el 7 de mayo de 1995 (Reuters)

Las peleas internas entre lo que quería que hubiera ocurrido y las noticias que había recibido continuaban sin cuartel. Harry escuchaba un rincón de su cabeza que le insistía en que Lady Di había planificado todo para escapar del tormento de los paparazzi. Otro rincón le advertía que su madre nunca hubiera hecho eso y que era cierto que ya no estaría más con ellos.

Fue en esos momentos en que recibió la primera prueba… que no aceptó.

Cuando regresaron de Francia su padre y sus tías, Sarah se acercó tanto a él como a William con dos pequeñas cajas azules. Dentro contenía el pelo de Diana. “La tía Sarah nos explicó que, mientras estaba en París, había cortado dos mechones del cabello de nuestra madre. Ahí lo tenía. Una prueba. «Nos ha dejado de verdad». Sin embargo, de inmediato me asaltó la duda tranquilizadora, la incertidumbre salvavidas: «No, este pelo podría ser de cualquiera». Mi madre estaba en alguna parte con su preciosa cabellera rubia intacta”.

Harry narra que hasta entonces tampoco había llorado. Ni lo haría hasta un preciso momento en que sucumbió. “Quería llorar, y lo había intentado, porque la vida de mi madre había sido tan triste que había sentido la necesidad de desaparecer, de inventar aquella farsa monumental. Pero no podía arrancarme ni una gota. A lo mejor había aprendido demasiado bien, había absorbido demasiado a fondo la máxima familiar de que llorar no era una opción; nunca”.

También recuerda cuáles eran los hechos que le habían contado. Una y otra vez, aunque no los creía. “Para entonces había oído, aquí y allá, la siguiente versión «oficial» de los acontecimientos: los paparazzi habían perseguido a mi madre por las calles de París y luego hasta un túnel, donde su Mercedes se había estrellado contra un pilar de cemento en un impacto que los mató a ella, a su amigo y al conductor”.

¿Cuándo y por qué finalmente Harry estalló en lágrimas? Fue cuando el féretro de su madre comenzó a descender a la fosa definitiva. “Mi cuerpo sufrió una convulsión, se me hundió la barbilla y rompí a sollozar de forma incontrolada con la cara en las manos. Me dio vergüenza quebrantar los valores de la familia, pero no podía aguantarme más. «No pasa nada —me decía—, no pasa nada. No hay ninguna cámara cerca». Además, no lloraba porque creyera que mi madre estuviera en ese hoyo. O en ese ataúd. Me prometí no creerlo nunca, dijeran lo que dijesen. No, me hacía llorar la mera idea. Qué insoportablemente trágico sería, pensaba yo, si fuera cierto”.

Durante mucho tiempo continuó creyendo eso. O dudando de la muerte de su madre. Fue entonces en 2005 cuando debió tomar cartas en el asunto y recurrir a las pruebas. Las verdaderas. Las irrefutables.

La familia real le habían asignado a él y a William un nuevo secretario personal. Su nombre: Jamie Lowther-Pinkerton. Confiaban en él ciegamente. “Desde un principio”. “Era una fuerza de la naturaleza; producto del mejor entrenamiento militar del Reino Unido”, lo describió Harry. Sería él quien terminaría con ese eco permanente en su cabeza que le indicaba al menor de los hermanos que su madre, ese mito viviente, seguía vivo. “Para mí, el mejor rasgo de JLP era la reverencia que sentía hacia la verdad, su dominio de la verdad. Era lo opuesto a tantas personas del Gobierno y del personal de la Casa Real. Por eso, poco después de que empezara a trabajar para Willy y para mí, le pedí que averiguara parte de cierta verdad: quería ver los informes confidenciales de la policía sobre el accidente de mi madre”.

Él miró hacia abajo, apartó los ojos. Sí, trabajaba para Willy y para mí, pero también le preocupábamos nosotros, la tradición y la cadena de mando. Mi petición parecía poner en peligro esos tres elementos. Esbozó una mueca y frunció el ceño, que era una zona amorfa de su rostro, ya que JLP no tenía mucho pelo. Al final, se peinó hacia atrás los pelillos negrosque le quedaban y me aseguró que, de conseguir los informes mencionados, resultaría muy traumático para mí.

—Muy traumático de verdad, Harry.

—Sí. Ya lo sé. De eso se trata precisamente.

Él asintió en silencio.

—Ah. Hum… Entiendo.

El hombre recio al que los hermanos llamaban respetuosamente “JLP” tardó poco tiempo en reunir el material suficiente para alejar el fantasma que atormentaba a Harry. “Pasados unos días me llevó a un pequeño despacho, situado al final de una escalera trasera del palacio de St. James, y me entregó un sobre marrón con la indicación de NO DOBLAR. Me contó que había decidido no enseñarme todos los informes policiales. Los había revisado y había retirado los más… «problemáticos»”.

El menor de los hijos de Diana Spencer -la protagonista de aquellos documentos- se zambulló por completo en los documentos, luego de que JLP lo dejara a solas en aquel despacho. Fotos de todo tipo que cubrían casi todo el recorrido del túnel parisino. Hasta las imágenes del Mercedes Benz accidentado. Fotos de Dodi Al-Fayed -su pareja a la que los hermanos habían conocido poco tiempo antes-, su guardaespaldas y el chofer que conducía el vehículo siniestrado.

Al final llegué a las fotos de mi madre. La envolvían unas luces, como auras, casi halos luminosos. Qué raro. El color de las luces era el mismo que el de su pelo: dorado. No supe de dónde salían esas luces, no podía imaginarlo, aunque se me ocurrieron toda clase de explicaciones sobrenaturales. Cuando me di cuenta de su verdadero origen, se me hizo un nudo en el estómago. Flashes. Eran flashes. Y en el interior de esas luces había rostros fantasmales y otros que se veían a medias; eran los paparazzi y sus reflejos y refracciones en todas las superficies metálicas lisas y en los parabrisas. Esos hombres que la habían perseguido… no dejaron de fotografiarla mientras ella yacía tirada entre los asientos, inconsciente o semiinconsciente; en su frenesí, de vez en cuando, se fotografiaban los unos a los otros. Ninguno de esos paparazzi estaba ocupándose de ver cómo estaba mi madre, ni le ofrecían ayuda, ni siquiera la consolaban. Solo disparaban, disparaban y disparaban”, recuerda Harry en Spare.

“En ese momento, la miré mucho más de cerca: no había heridas visibles. Sí, estaba desplomada en el asiento, en una postura antinatural, pero, en general…, estaba bien. Mejor que bien. Con su americana negra, su pelo reluciente, su piel radiante… Los médicos del hospital donde la llevaron no dejaban de comentar lo guapa que era. Me quedé mirando, intentando forzar el llanto, pero no podía, porque estaba tan preciosa y tan viva…”, el fantasma retornaba.

Harry continúa con su obsesión: “Cerré el sobre con decisión y me dije: «Está escondida». Había pedido el informe porque buscaba pruebas, pero el informe no probaba nada, salvo que mi madre había estado en un accidente de coche, tras el cual parecía, en general, ilesa, mientras aquellos que la perseguían continuaban acosándola. Eso era todo. En lugar de servirme como prueba, descubrí más razones para sentir rabia. En aquel pequeño despacho, sentado ante el sobre con la inscripción NO DOBLAR, me envolvió la nube roja; aunque esta vez no era una nube, sino una tormenta torrencial”.

Debieron pasar dos años más para tener una vivencia aún más cercana que lo acercara al convencimiento definitivo. Una vivencia física. Tenía entonces 23 años cuando en París -en el marco del Mundial de Rugby de 2007- le pidió a su chofer algo insólito: ver si podía llevarlo al túnel donde su madre, Diana, había muerto en 1997, 10 años atrás. El hombre, un irlandés, conocía la ciudad al dedillo y sabía dónde quedaba el célebre Pont de l’Alma.

— Quiero atravesarlo.

— ¿Quiere atravesar el túnel?

— A ciento cinco kilómetros por hora, para ser precisos.

— ¿Ciento cinco?

— Sí.

La velocidad exacta a la que supuestamente iba el coche de mi madre, según la policía, en el momento del accidente.

Lo hicieron. No una, sino dos veces. Así lo rememora en su Spare.

Llegamos a la boca del túnel y continuamos embalados, salvamos el resalto a la entrada del túnel, el bache que supuestamente hizo que el Mercedes de mi madre se desviara de su rumbo.

Pero el resalto no fue nada. Apenas lo notamos.

Cuando el coche entró en el túnel, me incliné hacia delante, vi que la luz adoptaba un tono anaranjado desvaído, vi las columnas de cemento desfilarpor mi lado a toda velocidad. Las conté, conté mis latidos, y en cuestión de segundos salimos por el otro lado.

Me recosté en el asiento.

— ¿Ya está? —dije en voz baja—. No es… nada. Un túnel recto, nada más.

Siempre había imaginado que se trataría de un paso peligroso en el que había que prestar mucha atención, pero era un simple túnel, corto y sin mayores complejidades.

— No se explica que alguien pueda morir ahí dentro.

El conductor y la Roca (Billy, su guardaespaldas más cercano) no contestaron.

Me volví hacia la ventanilla.

— Otra vez.

El conductor me miró fijamente por el retrovisor.

— ¿Otra vez?

— Sí. Por favor.

Volvimos a atravesarlo.

— Es suficiente. Gracias.

Había sido una pésima idea. Había tenido malas ideas a lo largo de mis veintitrés años, muchas, pero aquella se llevaba la palma. Me dije que solo lo hacía para cerrar aquel capítulo, pero no era cierto. En el fondo, lo que esperaba sentir en aquel túnel era lo que había sentido cuando JLP me había dado los informes policiales: desconfianza. Duda. Sin embargo, aquella fue la noche en que todas las dudas se disiparon.

«Está muerta —pensé—. Dios mío, se ha ido para siempre de verdad». Desde luego encontré el cierre que supuestamente buscaba. Eso y mucho más. Y ya no habría vuelta atrás.

Terminaba una primera etapa del dolor, de acuerdo al relato detallado del príncipe. Pero iniciaba, a partir de esa experiencia, una nueva era del Dolor. Con mayúsculas, como él lo escribió en su autobiografía. Como fue ese nuevo capítulo que comenzó en ese túnel maldito.

FOTO DE ARCHIVO: los príncipes William, duque de Cambridge, y Harry, duque de Sussex, durante la inauguración de una estatua que encargaron de su madre Diana, princesa de Gales, en el Jardín Sunken Garden del Palacio de Kensington, Londres, el 1 de julio de 2021 (Reuters)

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