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Afganistán: dos lecciones que deja la tragedia

Es un cliché decir que Afganistán es el cementerio de los imperios. De Alejandro Magno a Joe Biden, pasando por Turquía, los mongoles, Gran Bretaña y la Unión Soviética, los numerosos regímenes afganos solo pudieron ser absorbidos brevemente por la Persia de los sasánidas. No es tanto que los imperios decaen porque no pueden conquistarla, sino que su presencia en ese territorio parece hacerse inviable por razones geográficas y culturales. Es quizás la misma razón por la cual ese país no ha logrado tampoco, en su ejercicio soberano, un régimen estable hasta el reino de Mohammed Zahir Shah, que también cayó con una precaria transición al constitucionalismo.

Tras esa ruptura, Afganistán ha pasado por cuatro regímenes en seis décadas, incluyendo el temible Emirato Islámico de Afganistán al corte de este siglo, que había sido expulsado a los márgenes del país con la invasión estadounidense. Desde una república liberal débil, copada por una revolución comunista, subvertida por los muyahidines y señores de la guerra, a una república tecnocrática con apoyo occidental. Más allá de las motivaciones inmediatas —como el ataque a las Torres Gemelas en el año 2001— o las causas más profundas —el apoyo de Estados Unidos a los muyahidines en la década de los ochenta—, el objetivo ostensible de la gran coalición de aliados que intervinieron en Afganistán en estas últimas dos décadas fue la creación de un país democrático. La guerra de Occidente contra el terrorismo, en la cual las dos campañas sobre ese país tuvieron lugar, no quería instalar regímenes títere ni antipopulares que asegurasen estabilidad a sangre y fuego, sino construir la democracia con la convicción que la acompañaría la mayoría de la población.

Sumas extraordinarias fueron dedicadas al levantamiento de ese país. Miles de técnicos, desde ayuda militar hasta la reconstrucción de infraestructura civil e institucional, fueron dedicados a este esfuerzo. Mientras tanto, desde los márgenes, con el apoyo no discreto de China y Pakistán, el ejército talibán tomaba crecientemente más territorio, al punto de ser reconocido nuevamente como beligerante legítimo por el gobierno de Donald Trump en el año 2020.

Pero será Joe Biden quien cargará, con su país, con el legado del desalojo catastrófico de Kabul. Biden habría estado convencido, ya como vicepresidente, del fracaso del trabajo occidental en Afganistán, y había anunciado la retirada formal de las últimas tropas norteamericanas. Posiblemente, haya sido una decisión inevitable desde la perspectiva electoral doméstica, así como de sus intereses nacionales: sin apoyo del Congreso para más gastos, con retadores problemas internos derivados de la pandemia y negociando un programa de inversiones internas sin precedentes en el último medio siglo, la tesis de la Casa Blanca es que Estados Unidos «no podía seguir peleando por un país que no quería pelear por sí mismo», lo cual ya habían adelantado otros aliados. Ese vacío anunciado endureció la posición talibana ante el gobierno constitucional, que se vio desbordado por la insurgencia en cuestión de días. Una revolución que dio la vuelta completa.

Ahora bien, los talibanes, cuya presencia en el poder de por sí renovará las discusiones sobre la guerra contra las insurgencias extremistas en el futuro inmediato, así como las ideas islamófobas en el populismo occidental, no llegan solos. Son ahora parte de otro entramado, y no significan en absoluto una liberación nacional: China aprovechará el vacío regional para asumir «la decisión interna del pueblo afgano» para proveer infraestructura en su proyecto de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, mientras el régimen talibán ha prometido no interferir con la represión a la etnia uigur en la cercana provincia de Sinkiang, ni apoyar una yihad islamista contra el nuevo imperio que entra en el escenario. Hibatullah Akhundzada, el líder espiritual y militar del nuevo régimen, llega con la experiencia obtenida por su ejército en su ocupación de vastos territorios, la recaudación de impuestos sobre los cultivos de opio y la eficaz red logística y de comunicaciones que evitó que fuesen completamente desplazados por la intervención occidental.

¿Cómo quedan los afganos comunes ante este panorama? En todas las encuestas de opinión, pese a todos sus problemas, la democracia pluralista era preferida por dos tercios de la población afgana, la cual también apoya en menor medida, los avances en derechos de la mujer. El emirato —o «la solución islámica» como se refiere a su régimen el Talibán—, no es visto como viable ni como garante de las libertades y derechos básicos que proclamó la constitución de 2004. Claro está, el poder está hoy en manos de quienes creen que la democracia liberal y el pluralismo son una corruptora fantasía occidental.

Todo este episodio, que aún no culmina, deja una sobrecogedora lección a quienes trabajamos de un modo u otro en la promoción de la democracia fuera de las sociedades donde las instituciones liberales y plurales son una realidad consolidada, y que debemos examinar como poderosa autocrítica. La primera es que la legitimidad requiere de la fuerza para sobrevivir: el vacío militar que dejan Estados Unidos y sus aliados en Afganistán dejó atrás y desamparados no solo a millones de ciudadanos, sino a miles de técnicos y activistas afganos y extranjeros que habían dedicado años a construir instituciones, promover acuerdos, desarrollar una cultura cívica. Hoy, solo cuentan con la fuerza de su convicción. Esto apunta a la segunda lección: es imprescindible la convicción de las élites locales. En ocasiones, la ambivalencia de quienes se encargaron de la transición desde el gobierno central hasta las asambleas provinciales reflejaba más los intereses creados, los poderes fácticos de la división étnica y la distancia de los dirigentes afganos educados en el extranjero, creando ambivalencia hacia la posibilidad efectiva de democracia. Sin esa convicción, y con la zona de confort provista por las subvenciones de Occidente, se desviaron enormes cantidades de entre los cuantiosos recursos destinados, desmoralizando el trabajo de los mejores cuadros. La huida frenética del presidente Ghani, sin coordinar la evacuación del gobierno o proteger a sus ciudadanos, es el gesto definitorio de esta caída.

Pero la más significativa de todas es la última lección: crear instituciones democráticas populares, legítimas y estables toma años y requiere de esfuerzos que son siempre frágiles. Esos esfuerzos son requeridos de los ciudadanos y de sus élites. Así ocurrió con las transiciones democráticas en todo el mundo luego de la Segunda Guerra mundial, creándose ese consenso entre gobernantes y gobernados que hoy damos por sentado. Es verdad que aquellos que no creen en la democracia y el pluralismo no tienen escrúpulos para servirse de ella cuando está establecida, ni tienen obstáculos morales para usar medios de fuerza que la subviertan. Sin embargo, la meta de una vida con dignidad y libertad, que solo es genuinamente vivida en la democracia, no solo vale la pena, sino que tendrá que comenzar otra vez. Aunque sea de entre las ruinas.

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